La falda del volcán ofrecía pocos días soleados, pocos días como aquél. Las nubes, que atravesaban el continente velozmente, se detenían al toparse con la monatña más alta de aquel mundo recóndito. En torno a ella, se establecían, y aquel que ascendía la empinada ladera lo suficiente, podía apreciar un mar de nbes que a menudo cubría el horizonte, sin dejar ver las bastas tierras que se extendían hacia el sur, cubriendo la Selva de Agana.
Aquella mañana era diferente. El sol lucía radiante, y Lyda, al despertar, no pudo evitar salir al jardín a disfrutarlo. La bonita muchacha llevaba unos días preocupada. Últimamente se sentía diferente. Su conocimiento de la magia mutable había cambiado. Cada vez sabía más, y sus secretos se le iban desvelando, pero ello traía consecuencias. El hecho de poder convertirse en un pajarillo rojo y volar entre los árboles, era demasiado tentador como no hacerlo amenudo, y Lyda iba sintiendo la parte oscura que toda magia conlleva...
Una vez, recordaba, su madre le contó que conocía a un hechicero ilusionista. Al parecer, éste había perdido la cordura, pues con su magia era capaz de engañar los sentidos, y hacer que se viera u oyera aquello que no existía. Llegó a crear los olores más increíbles, y las más impresionantes visiones. Podía incluso hacer aparecer cientos como él mismo, para engañar a los asaltantes... Pero la magia de la ilusión tenía una pega, uno corría el riesgo de engañarse a sí mismo, de perder la razón y de creer que existía lo que él mismo había creado... Este hechicero estaba sufriendo las consecuencias de la magia.
Y Lyda pensaba que le estaba sucediendo lo mismo. La magia mutable era diferente, y la pérdida de la cordura giraba en torno a otras secuelas... Lyda sentía que a veces su verdadera forma era diferente a la de su cuerpo esbelto y precioso. Las alas de pajarillo le parecían sus brazos, su piernas a menudo las sentía en la forma de las raices de las plantas en que era capaz de transformarse, y su cuello parecía más largo de lo normal, como el los monstruos reptiles que tanto adoraba.
Le había ocurrido ya varias veces, que tras escpársele varios hipos seguidos, se convertía en una horrorosa figura, sin querer, y hasta que n se tranquilizaba, no era capaz de volver a su estado original. Era algo que le aterraba, estaba perdiendo el control... Pero ella adoraba su magia, conocerla era algo que ansiaba, y manejarla algo con lo que disfrutaba. Tenía que encontrar el modo de controlarla.
Su pérdida de identidad, le hicieron sentirse muy desconsolada. Pero aquel día que había nacido, tan brillante, parecía brindarle la oportunidad de regocijarse con su vida, con su conocimiento. No pensó en volverse un águila y sobrevolar el volcán, ni en un roedor y corretear entre los helechos. Decidió, sino, dibujarse a sí misma, así como se sentía, y como más quería sentirse. Lo que ella era, y lo que quería ser.
La magia no era más que magia. Ella sería más fuerte, podía con ello. Se sentó en su jardín, sobre el pasto, con un lienzo de pergamino, y una pluma húmeda, y comenzó a dejar que el arte y la magia fluyeran por sus trazos...
Aquella mañana era diferente. El sol lucía radiante, y Lyda, al despertar, no pudo evitar salir al jardín a disfrutarlo. La bonita muchacha llevaba unos días preocupada. Últimamente se sentía diferente. Su conocimiento de la magia mutable había cambiado. Cada vez sabía más, y sus secretos se le iban desvelando, pero ello traía consecuencias. El hecho de poder convertirse en un pajarillo rojo y volar entre los árboles, era demasiado tentador como no hacerlo amenudo, y Lyda iba sintiendo la parte oscura que toda magia conlleva...
Una vez, recordaba, su madre le contó que conocía a un hechicero ilusionista. Al parecer, éste había perdido la cordura, pues con su magia era capaz de engañar los sentidos, y hacer que se viera u oyera aquello que no existía. Llegó a crear los olores más increíbles, y las más impresionantes visiones. Podía incluso hacer aparecer cientos como él mismo, para engañar a los asaltantes... Pero la magia de la ilusión tenía una pega, uno corría el riesgo de engañarse a sí mismo, de perder la razón y de creer que existía lo que él mismo había creado... Este hechicero estaba sufriendo las consecuencias de la magia.
Y Lyda pensaba que le estaba sucediendo lo mismo. La magia mutable era diferente, y la pérdida de la cordura giraba en torno a otras secuelas... Lyda sentía que a veces su verdadera forma era diferente a la de su cuerpo esbelto y precioso. Las alas de pajarillo le parecían sus brazos, su piernas a menudo las sentía en la forma de las raices de las plantas en que era capaz de transformarse, y su cuello parecía más largo de lo normal, como el los monstruos reptiles que tanto adoraba.
Le había ocurrido ya varias veces, que tras escpársele varios hipos seguidos, se convertía en una horrorosa figura, sin querer, y hasta que n se tranquilizaba, no era capaz de volver a su estado original. Era algo que le aterraba, estaba perdiendo el control... Pero ella adoraba su magia, conocerla era algo que ansiaba, y manejarla algo con lo que disfrutaba. Tenía que encontrar el modo de controlarla.
Su pérdida de identidad, le hicieron sentirse muy desconsolada. Pero aquel día que había nacido, tan brillante, parecía brindarle la oportunidad de regocijarse con su vida, con su conocimiento. No pensó en volverse un águila y sobrevolar el volcán, ni en un roedor y corretear entre los helechos. Decidió, sino, dibujarse a sí misma, así como se sentía, y como más quería sentirse. Lo que ella era, y lo que quería ser.
La magia no era más que magia. Ella sería más fuerte, podía con ello. Se sentó en su jardín, sobre el pasto, con un lienzo de pergamino, y una pluma húmeda, y comenzó a dejar que el arte y la magia fluyeran por sus trazos...
Autorretrato
Lyda de Lis
Lyda de Lis